lunes, 10 de noviembre de 2008

Cuento. Consigna: azar

Ironía

Yo tengo un sapo que se llama Pepe, que salta y salta por todo el jardín... salta y salta por todo el jardín. Ella, salta y salta por todo el jardín. El sol comienza a asomarse, ya las hojas de los árboles brillan y se retuercen con la dulce brisa matinal.

Mía tiene siete años. Corre y juega entre las flores de su gran patio. Peina los rubios cabellos de su muñeca y se divierte sola. Esta contenta y se nota. Hoy es el segundo día que pasa en Miramar. Siempre su familia elige ese destino cuando llegan las vacaciones. Un lugar tranquilo para alejarse de todo. Mía comienza a recoger pétalos de flores, hojas de diversas formas: planea hacerle una tarjeta a su padre que mañana cumpliría años.

Rodrigo Miguel Aranguren nació un diez de diciembre de 1950. Tuvo una dura infancia, criado solo por su madre. Su padre lo había abandonado a una temprana edad y nunca más supo nada de él. Marcado por esto, el señor Aranguren se prometió a si mismo cuidar de su hija hasta el final de sus días.

Los últimos diez años los transcurrió desempeñando el cargo de presidente de su propia compañía de automóviles. Aunque su verdadera vocación era ser abogado: recibió su título a los veintiún años. Durante su juventud vivía para sus estudios, siempre buscando superarse. Perseguía una finalidad sin fin. Desconocía el verdadero motivo que lo llevaba a buscar constantemente la perfección: no se perdonaba el más mínimo error. Era muy severo consigo mismo. Tal vez intentaba llenar el vacío que le dejó su padre, completar ese rastro incompleto.

Quizás era eso lo que lo hacía ser como era. Un eterno insatisfecho. Pero los últimos días no se sentía igual. Sentía que por su obsesión por el perfeccionismo estaba desperdiciando su tiempo.

Él siempre fue un hombre metódico, inseparable de su agenda, dejaba por escrito todo aquello que debía hacer. Desconfiaba de su memoria. Aranguren siempre cargaba su reloj pulsera. Un valioso reloj de exquisito diseño que compró cuando era joven. Ahorró meses y meses hasta juntar el dinero, atravesó varios empleos de distinto tipo, pero la satisfacción obtenida al haber conseguido lo que deseaba por sus propios medios valió todas y cada una de las horas de trabajo que empeñó en ello.

Aranguren siempre lograba obtener lo que quería. Era un hombre tenaz, implacable. Un hábil negociante: la retórica era su más poderosa aliada. Podía convencer a cualquiera de lo que sea. Fue esta habilidad la que sin duda lo llevó hacia el importante cargo que ocupaba.

Su mirada era fuerte. Sus rasgos aún se delineaban prolijamente a pesar de sus años. Era un hombre seductor. Su determinación y energía lo hacían irresistible a las mujeres que lo rodeaban. Sin embargo, él no se involucraba ya que prefería enfocar su energía a su carrera. A lo largo de su años fueron desfilando no muchas mujeres, pero todas ellas poseían una belleza cautivadora. Pero solo Mara fue quien supo entrar en su vida. Una mujer inteligente y sensible. Madura a pesar de su edad: era trece años menor que él. Logro seducirlo con su manera de ser, tan femenina y delicada. Su carácter era suave, mezclado con una dulce perversidad. Fue con ella con quien tuvo a Mía. Su primogénita poseía los mismos ojos oceánicos que él. Una belleza que imantaba a cualquiera.

Esa mañana, ese diez de diciembre, se percibía algo en el aire. Una sensación que distaba de ser la normal. Aranguren lo noto, pero ignorándolo siguió su camino hacía el automóvil, como lo hacía todas las mañanas. Iba a comprar el diario, como siempre. Comenzó a conducir con la serenidad a la que estaba acostumbrado. Esa mañana caliente lo despertó con la noticia de que había cumplido 58 años. Recordó ese detalle y respiró profundamente. Sintió la repentina necesidad de hacer algo fuera de lo común. El hombre cuya meticulosidad en ocasiones resultaba casi fría. El hombre que no dejaba ningún asunto librado al azar, decidió esa mañana conducir unos segundos con los ojos cerrados. No había nadie en la calle, era aún muy temprano. Conocía el lugar como el reverso de su mano. Nada podía salir mal. Poco a poco fue bajando sus párpados superiores hasta hacerlos encontrar con los análogos. Extendió sus piernas apenas un poco, para ganar seguridad. Afirmó sus manos sobre el volante. Lo estaba haciendo, estaba conduciendo sin mirar. Si tan solo hubiera decidido hacer esto unos pocos segundos antes hubiera evitado el trágico choque que lo dejó sin vida la mañana de ese sábado. Mía abre sus ojos en su habitación. Hay algo que no la deja dormir...