martes, 14 de octubre de 2008

Crónica cultural

El arco del bigote

Viernes, 17 de septiembre.


Las cuadras parecen más largas cuando se las contempla parada dentro de un colectivo. La gente está molesta. El conductor hace oídos sordos a las quejas. La capacidad del vehículo ha sido superada hace rato. Desbordada diría yo. La puerta de atrás no cierra porque hay un hombre colgando. El chofer se rehúsa a continuar cuando observa esto. El hombre desde el fondo le contesta irritado, insulta y se queja. Finalmente termina cediendo al pedido. Todo el mundo se comprime un poco más. Siempre entra uno más.
-¿Te gusta la filosofía?, le pregunto a Nicolás.
-Emm, si me gusta, ¿por?
-Porque de eso se trata la obra que estamos a punto de ver...O al menos eso es lo que intuyo por el título, Tres filósofos con bigote.
Mi novio se ríe. Ya esta cayendo la noche y nos acercamos al Teatro Sarmiento. Le pedí que me acompañe porque esta sería la primera vez que veríamos una obra de teatro juntos. Igualmente iba a encontrarme con algunos de mis compañeros del seminario de escritura. Pero llegamos temprano y todavía no había nadie en la puerta del lugar. Caminamos por los alrededores hasta que se hicieron las nueve. Acercándonos a la entrada observo a algunos de mis compañeros que ya llegaron. No hay nadie más que nosotros afuera del teatro. Finalmente ingresamos y una señora con cabellos teñidos de rubio nos indica el camino: al fondo a la derecha. Una improvisada pasarela de madera nos conduce al escenario. Se puede observar que el teatro ha reformado su estructura básica para poder llevar a cabo este tipo de obra.


Tres hombres de edad avanzada se turnan para apuntar a un blanco con arco y flecha: una compleja tarea. En especial para Alfred, el mayor del grupo. Hay tres filas de asientos que parecen ser parte de la escenografía. Tomamos asiento en la parte posterior para tener una visión más amplia del lugar. Los tres hombres charlan como si no estuvieran siendo observados. Intentan con las flechas. Tiros fallidos se suceden uno tras otro. «Vos fallas por pensar demasiado» le dice uno al otro. «¿Hablar es no pensar?» contesta el segundo. Tres filósofos que filosofan. Eso es lo que veo y escucho. «Podemos pensar que la nada se liga a la angustia... ¿entonces estoy ‘nadeado’?» «¿Se puede pensar la perfección?». Mientras Alfredo, Eduardo y Leonardo siguen desvariando, yo paso a observar el ambiente en el cual me hallo inmersa. Hay un gran reloj en la pared, flechas enormes, una especie de tocador con espejo y un banco. Frente al público se destacan tres sillas posicionadas delante de una mesa que ofrece sostén a diversos objetos que en un principio no llegan a tener ningún tipo de relación aparente: tres manzanas, una maceta con una planta muerta en su interior, un reloj de arena, un desodorante masculino, piedras atadas con un cordel y otras cosas más. Y delante de todo esto, suspendida desde lo alto del techo, cae una gruesa soga hasta el piso. A lo largo de la obra dichos adminículos serán utilizados por los protagonistas mientras relatan historias.


Hay confusión al principio: mientras uno recita filosofía, otro se afeita en el improvisado toilette y otro infla un globo rojo hasta hacerlo estallar. Termina el primer acto. Se narran historias de la infancia, hay risas acalladas por parte del público. Dudan si reír o no. Si es en serio o es mentira. Se habla de la confianza ingenua en la visión. Mientras escucho me pongo a pensar acerca de lo que están diciendo. Recuerdo las clases de filosofía en la Universidad de Quilmes que cursé con el doctor Claudio Amor. «Solo podemos conocer lo que no cambia, lo que la mente proyecta». Mientras pensaba en eso, repentinamente escucho las risas del público que me devuelven a la realidad: uno de los filósofos se bajó los pantalones. Mientras todos observan el cambio en el ambiente y oyen la música que comienza a sonar, los tres filósofos se sientan en las sillas y quedan mirando fijamente al público presente. En ese momento me pongo a pensar en lo que los actores piensan cuando hay silencios como estos. Antes de que tenga tiempo de tomar notas sobre lo que meditaba, dos de los hombres se paran y comienzan a bailar. Oigo que un personaje pregunta: «¿Se puede estar en el lugar del otro?». Momentáneamente siento que pueden leer mis pensamientos. «Kant decía que conocer es construir» sostiene Eduardo, mientras Leonardo calienta una lámina de parafina que luego presionará contra el rostro de Alfred, quien esperaba distraído sentado en una silla. Continuamente se superponen diversas escenas. Momentos que aparentan ser inconexos construyen la obra, pero en realidad giran sobre fundamentos filosóficos. «Años cuidando una planta para que muera en una semana...» se lamenta Alfred. Su personaje es el que más risas provoca en la audiencia. Un momento de melancolía que invade mis pensamientos. «Estamos perdiendo el tiempo, es una realidad». Recreación de la alegoría de la caverna. Alfred maniatado dice irónicamente «En mi vida me sentí mejor que ahora». Nuevamente risas. «En su mundito él es feliz... ¿qué sentido tiene salir?». Luego se habla de Sócrates: «siempre preguntado todo, era insoportable!». Llegó el momento del bigote. Un debate hilarante que dura varios minutos e incluye fotografías de bigotudos famosos. El debate en puerta: Heidegger, el bigote del ser o el ser el bigote. El bigote angustiado de Walter Benjamin. Diversos tipos de bigotes: el bigote bello, el bigote geométrico, el bigotito. Einstein y el bigote jodón. Tener bigote es decidirse. No cualquiera tiene un bigote.




Así, entre risas y reflexiones termina la obra casi sin que nos demos cuenta. Esos hombres parados frente a nosotros con una manzana en la cabeza, observándonos. Son blancos vivientes que nos miran desafiantes. Tras los aplausos, Leonardo Sacco, Eduardo Osswald y Alfredo Tzveibel dejan su lugar de personajes y nos invitan a pasar a una sala adjunta al escenario a disfrutar de un ‘banquete filosófico’. Vino tinto, queso, aceitunas negras, tomates, sardinas, quinotos, dátiles y té helado. Son alimentos que solían comer en la época de la Grecia antigua. Poco a poco los presentes se van acercando a la mesa y el clima del lugar se vuelve muy ameno. Mi novio, que realmente terminó disfrutando mucho la obra, fue el primero en acercarse a Leonardo a felicitarlo por su actuación. Nos cuenta que él en realidad reemplazó a uno de los tres actores originales en este proyecto artístico desarrollado por Vivi Tellas. El actor, que en realidad es un profesor de filosofía de la UBA, al igual que sus dos compañeros de escenario, nos explicó que en la obra todo lo dicho es real. Las instancias que narran de su vida son verdaderas, por eso se los llama Biodramas.

Luego de comer y de charlar, decidimos irnos. Recorrimos el escenario antes de salir. Me acerqué a la mesa, contemple los objetos que utilizaron los actores. En un costado estaba el llamativo blanco con el que los tres señores practicaban arquería. Yo quise probar suerte con el arco y la flecha. Supuse que después de una obra tan desestructurada e interactiva, podríamos tener la oportunidad de jugar con esos elementos. Valía la pena el intento.
Nicolás se acerca a la mujer que nos guió en la entrada y que nos estaba mirando:
-¿Podemos usar el arco?
-No chicos, no se puede.

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